Un afecto hondo me unía al Padre Meinvielle, al Padre Julio, como le decíamos los amigos. Las distintas vicisitudes de la vida política, algunas de las cuales me llevaron a pasajero distanciamiento con la Iglesia, no alteraron jamás la amistad del alma y el respeto reverencial que sentía por este sacerdote cabal.
Su personalidad singular escapaba a todos los moldes, a todos los encasillamientos. Sería parcializar su figura gigantesca decir que era de esta o de aquella corriente política o ideológica. Con lo cual no quiero decir que no era nacionalista. Si, lo era, pero trascendía el marco estrictamente político o ideológico. El Padre Julio fue un sacerdote por encima de todas las cosas, un sacerdote íntegro, y por tanto un hombre universal, que sin perder su esencia religiosa, su inflexible defensa del dogma, era capaz de dialogar y de ser amigo de personas de las más distintas corrientes ideológica, hasta izquierdistas o liberales, algunos de los cuales lo frecuentaban, como sabemos sus amigos. Tampoco dejaba de tender la mano al pecador. Pues él, que conocía como pocas las debilidades humanas, tenía caridad cristiana con los hombres, sin dejar de ser implacable con todo cuanto fuera fuente de desviación o pecado. Y si atacaba esas fuentes lo hacía precisamente porque estaba convencido que llevaban a la destrucción de la sociedad. Ese amor por sus hermanos era tan profundo, casi obsesivo, que podía hacerlo incurrir en exageraciones.
Pero esas explosiones nunca lo hicieron caer en odios, aun con sus peores adversarios. Jamás sintió rencor por nadie.
Como consecuencia de esa faceta, no fue rígido, como se cree. Por el contrario, sabía rectificarse en sus juicios y apreciaciones, cosa que hacía frecuentemente. Y sabía reconocer sus errores, con toda humildad y altura, en una medida que no la he conocido en ningún otro mortal.
Las rectificaciones no eran sino reflejo de la realidad cambiante, pues el Padre Meinvielle, con aguda sensibilidad, sabía captar como pocos sus oscilaciones, las relaciones que los hechos tienen entre sí, y su inserción en el proceso histórico.
En este aspecto, en el conocimiento y comprensión de la dinámica histórica, de la interacción de las corrientes profundas que provocan los grandes movimientos de la historia, el Padre Meinvielle era un verdadero genio. Su capacidad de síntesis le permitía captar lo esencial de los hechos, sin las adherencias accesorias que suelen perturbar a las mentes comunes. Esa captación de lo esencial explica su formidable percepción del proceso histórico, de la unidad sustantiva de lo que él llamaba el misterio de la historia.
Eso también explica que fuera el profeta que anticipó en muchos años, en decenas de años, la realidad de nuestros días.
La inigualada capacidad de vaticinio señala otra de las facetas de la personalidad lúcida del Padre Meinvielle, que dibujó como ninguna otra de este tiempo el drama de la sociedad de consumo.
Pero no queremos terminar sin señalar uno de los perfiles que mejor explican su ejemplaridad sacerdotal. El Padre Meinvielle dedicó gran parte de su vida al pueblo humilde. El barrio de Versailles supo de su acendrada vocación social. En la construcción de la parroquia y de su querido Ateneo Popular gastó las energías de su juventud, privándose hasta de lo más elemental para volcar hasta el último recurso en esa obra monumental que hoy enorgullece a la popular barriada.
Fue, en síntesis, el Padre Meinvielle un sacerdote con vocación de servicio hacia su pueblo, un guía que quiso librarlo de los precipicios que jalonan la vida actual. Como los antiguos profetas.
JUAN G. PUIGBÓ
Su personalidad singular escapaba a todos los moldes, a todos los encasillamientos. Sería parcializar su figura gigantesca decir que era de esta o de aquella corriente política o ideológica. Con lo cual no quiero decir que no era nacionalista. Si, lo era, pero trascendía el marco estrictamente político o ideológico. El Padre Julio fue un sacerdote por encima de todas las cosas, un sacerdote íntegro, y por tanto un hombre universal, que sin perder su esencia religiosa, su inflexible defensa del dogma, era capaz de dialogar y de ser amigo de personas de las más distintas corrientes ideológica, hasta izquierdistas o liberales, algunos de los cuales lo frecuentaban, como sabemos sus amigos. Tampoco dejaba de tender la mano al pecador. Pues él, que conocía como pocas las debilidades humanas, tenía caridad cristiana con los hombres, sin dejar de ser implacable con todo cuanto fuera fuente de desviación o pecado. Y si atacaba esas fuentes lo hacía precisamente porque estaba convencido que llevaban a la destrucción de la sociedad. Ese amor por sus hermanos era tan profundo, casi obsesivo, que podía hacerlo incurrir en exageraciones.
Pero esas explosiones nunca lo hicieron caer en odios, aun con sus peores adversarios. Jamás sintió rencor por nadie.
Como consecuencia de esa faceta, no fue rígido, como se cree. Por el contrario, sabía rectificarse en sus juicios y apreciaciones, cosa que hacía frecuentemente. Y sabía reconocer sus errores, con toda humildad y altura, en una medida que no la he conocido en ningún otro mortal.
Las rectificaciones no eran sino reflejo de la realidad cambiante, pues el Padre Meinvielle, con aguda sensibilidad, sabía captar como pocos sus oscilaciones, las relaciones que los hechos tienen entre sí, y su inserción en el proceso histórico.
En este aspecto, en el conocimiento y comprensión de la dinámica histórica, de la interacción de las corrientes profundas que provocan los grandes movimientos de la historia, el Padre Meinvielle era un verdadero genio. Su capacidad de síntesis le permitía captar lo esencial de los hechos, sin las adherencias accesorias que suelen perturbar a las mentes comunes. Esa captación de lo esencial explica su formidable percepción del proceso histórico, de la unidad sustantiva de lo que él llamaba el misterio de la historia.
Eso también explica que fuera el profeta que anticipó en muchos años, en decenas de años, la realidad de nuestros días.
La inigualada capacidad de vaticinio señala otra de las facetas de la personalidad lúcida del Padre Meinvielle, que dibujó como ninguna otra de este tiempo el drama de la sociedad de consumo.
Pero no queremos terminar sin señalar uno de los perfiles que mejor explican su ejemplaridad sacerdotal. El Padre Meinvielle dedicó gran parte de su vida al pueblo humilde. El barrio de Versailles supo de su acendrada vocación social. En la construcción de la parroquia y de su querido Ateneo Popular gastó las energías de su juventud, privándose hasta de lo más elemental para volcar hasta el último recurso en esa obra monumental que hoy enorgullece a la popular barriada.
Fue, en síntesis, el Padre Meinvielle un sacerdote con vocación de servicio hacia su pueblo, un guía que quiso librarlo de los precipicios que jalonan la vida actual. Como los antiguos profetas.
JUAN G. PUIGBÓ
Extraído del Blog Red Patriótica Argentina
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