CON LA NET-BOOK NO ALCANZA
Por Hugo Esteva
Entiendo que para la humilde madre de un barrio pobre el hecho de que su chico traiga gratis una pequeña computadora a casa, suene a maravilla. Hasta creo legítimo que piense que conociendo un instrumento así, el hijo va a superar su nivel cultural de origen.
Hasta me parece bien que cada chico tenga una “net-book”, como en una época tenía una pizarrita, o una lapicera-fuente, o una reglita de cálculos: son instrumentos.
De ahí a pensar –como se empeñan a hacer creer los ignorantes del Gobierno- que con eso se contribuye a mejorar la educación del país, hay un abismo cualitativo que hasta los dirigentes universitarios desconocen. Desconocen los más, mientras los otros se hacen los burros.
No me detengo en los de peor mala fe, como los de la “Universidad” de las Madres de Plaza de Mayo, que inculcan a sus estudiantes que la historia argentina arranca en los “años de plomo”; comprensible actitud sin embargo en una asociación tan afecta a los metales. Hablo de los principales responsables de la educación en la mayor parte de los ambientes públicos y privados, donde la calidad ha dejado de ser meta y donde lo que importa es el negocio: negocio económico, negocio político o –más comúnmente en ese ámbito tan desprestigiado- pequeño negocio de falso poder.
Tampoco hace falta llegar al pobre papel del rectorado de la Universidad de Buenos Aires, capaz de desconocer públicamente el lugar subterráneo en que ha caído lo que se suele llamar nuestra enseñanza “superior”, tanto como para despreciar las pobrísimas cifras de calificación internacional que deberían hacernos reflexionar.
Quiero referirme, en cambio, a lo que está más allá y va a ser mucho más difícil de corregir: al abrumador desinterés de la sociedad argentina por el saber, enfermedad grave que ataca en primer término a quienes deberían ser sus docentes. No se me escapa que esta es una enfermedad que invade, por lo menos, a todo el Occidente. Pero permítaseme la miopía de señalar que uno la sufre acá.
Lo más grave de nuestra educación es que ya a casi nadie le interesa enseñar. En el mejor de los casos quedan algunos a lo que les gusta oírse, pero nada de transmitir conocimientos y mucho menos –que de eso se trata- de inculcar el modo de adquirir esos conocimientos de manera de hacer del alumno un espíritu libre, con suficiente inquietud, capaz de ser independiente.
¿Cómo hacer para transmitir el afán de aprender? ¿Cómo hacer para despertar el aliento que lleva a querer saber más? Los pedagogos, discúlpeseme cierta generalización, se han ocupado de describir la cáscara, el continente, camuflado con palabras que constituyen una verdadera jerga pero que no definen nada trascendental. Lo importante para ellos es hacer un planteo que suene a nuevo como para seguir siendo los dueños del idioma y, con él, del producto. Pero del contenido, de la substancia, ni mención. Basta haber leído un programa de estudio, aún de la materia universitaria más específica, para haberlos leído a todos y no haber leído nada. Así de ausencias sobrenadan entre las “destrezas”, las “habilidades” y las “devoluciones” que prometen los planes, para sólo mencionar los términos que con más facilidad vienen a una mente que los rechaza con repugnancia innata.
Lo que falta es otra cosa: saber y querer enseñarlo. Y, para eso, hace falta otra más: creer en lo que se sabe y entender el valor de transmitirlo. Tal es lo que está en duda en el mundo en que vivimos y tal en una sociedad que, le cuenten lo que le cuenten, se sabe degradada. ¿Cómo reemplazar a un juez con los jueces que hubo? ¿Cómo reemplazar a una maestra o un profesor con las maestras y los profesores que hubo? Hoy jueces, profesores y maestras son profesionales de segunda en medio de una sociedad que va perdiendo los criterios para valorarlos. Y la mayor parte de ellos ya no cree en lo que hace: la maestra no está muy segura de que valga la pena leer, el profesor no sabe si es preciso conocer la historia, y el buen juez está seguro de que no puede sino dirimir entre pequeñas cosas porque el resto lo manda la política del poder. Si siempre hubo algo de todo esto, hoy predomina. Y cuando un conjunto social no cree en lo que hace –o cree en los valores enemigos de ese conjunto y de la vida, como les pasó a los mayas-, desaparece.
Para sintetizar, en la Argentina de hoy hay muchas maestras que no saben comer, hay profesores secundarios que no se saben presentar ante sus alumnos, y hay profesores de cirugía que no saben operar. Las autoridades que los eligen no quieren saber nada con cambiar la esencia del sistema que ha llevado a esta situación y probablemente tampoco sabrían cómo hacerlo.
Por eso, las “net-books” no van a resolver nada. Y lo más probable es que, a pesar de que podrían emplearse como herramientas útiles, van a terminar siendo motivo de que los chicos “corten y peguen” sin leer, pensando cada vez menos. Como los maestros no saben, los chicos no pueden aprender. Y lo que los maestros no están en condiciones de enseñar, no surge espontáneamente de las computadoras que, en cambio, han de mostrado lo suficiente que son magníficos utensilios para perder el tiempo. Que pueden, además, saciar sin nutrir, como la comida chatarra.
A los gobiernos –y a este en particular- les importa un pito. Por un lado todas las hoy “empresas” de educación, incluido el Estado, hacen sus negocios con los postgrados, estirando todo como un chicle bien arancelado. Por otro, para los políticos no hay nada mejor que un pueblo sin ideas, sin libertad de espíritu, presto a la sobre-simplificación que ellos puedan manipular. Sin o con la “net-book”.
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